Me olvido de salir. Así como otros se olvidan de comer, yo me olvido de salir hasta que pienso pará, ¿cuándo fue la última vez? Tengo que ubicarme en qué día estoy y después rebobinar para encontrar algún punto de apoyo o referencia, porque el reloj ya no lo es: una comida, un pedido o una noticia. Creo que la última vez fue el viernes así que mañana ya cumpliría una semana. Ojalá tuviera esta constancia que tengo para el encierro en otras cosas. No sé si es por la fiaca que me da todo el ritual de la ropa o porque realmente no tengo la necesidad. Me vendría bien una de esas apps que te recuerdan que tenes que tomar agua, si existe una para tomar agua tiene que existir otra para tomar aire. Igual todos los días abro las ventanas de la pieza y del living. Con eso, me alcanza y me sobra.
Ahora que ya no hace tanto frío los vecinos de enfrente también las abren y cada tanto escucho sus charlas en guaraní. En realidad, su música y no el significado. Porque lo único que sé qué significa es rojaijú por El niño pez. No sé si ellos nos escucharán a nosotros; los que seguro me escuchan son los del otro lado, porque en la cocina hablo sola o con la gata. Tania reclama que siga la rutina de llenarle el plato y cambiarle el agua a la mañana. Y no hay caso, insiste en despertarme antes que la alarma. A veces, le pregunto qué le hice para que me arranque así de la cama y me acuerdo.
Cuando todo esto empezó, tenía un jean, una remera y un buzo exclusivos para las compras, nada de lo que salía al exterior volvía a cruzar más de dos metros de la puerta de entrada. Ya no, estoy un poco más relajada. O cansada. Con suerte me pongo la campera de invierno que me cubre desde el cuello hasta abajo de las rodillas y salgo. A unas cuadras tengo el Parque Las Heras, pero como es el lugar común y obvio para todos los que vivimos por acá lo descarto enseguida. Prefiero dar la vuelta al perro por el barrio, meterme en calles vacías, evitar humanos que de todos modos no conozco ni voy a conocer. El barcito de la esquina puso las dos mesas de siempre en la vereda y hace unos días vi en stories que el Varelita también. Pero para mí no es lo mismo, me niego a tomar un café y no poder mirar por la ventana. Sería tan raro como haber visto a Fer y no poder abrazarlo. Como un cover o un simulacro.
Igual ya sé, todo puede estar peor y también esto pasará. Podría estar en Virasoro, el primer piso de 30 metros cuadrados que fue mi tumba durante ocho años. La única ventana daba al pulmón del edificio así que entraba algo de luz cuando el sol quedaba justo en el agujero. Cuando lo fui a ver no me di cuenta, y además, así y todo era mejor que Chiclana. Supongo que hasta que viví en ese departamento nunca me había fijado en el asunto de las ventanas: es que en el campo la oscuridad llega y se va con la noche.
Durante mis 17 años en el campo la luz fue algo que se caía de maduro, porque por donde mirara había pasto, monte, horizonte. Además, el adentro y el afuera eran mucho más difusos, e incluso, estaban más conectados por la puerta siempre abierta. Mi casa estaba en el casco de la estancia, a unos 200 metros del chalet de los patrones. Todas las mañanas, mi mamá, antes de irse a trabajar, levantaba las persianas para que me despertara. En el pueblo todavía lo hace y creo que me hace falta. Tal vez aquella vida fue un buen entrenamiento para todo esto. Me las arreglaba bastante bien jugando sola: en mi pieza era la protagonista de alguna de las novelas que veía como Celeste siempre Celeste o la conductora de un programa para chicos como el de Reina Reech y Flavia Palmiero. Tenía una caja de cartón llena de cartas con dibujos que me mandaba a mí misma.
No sé cuánto tiempo pasó hasta que llevé a Tania a Virasoro. Era chiquita como un murciélago. Pensé que si crecía ahí y no conocía ningún otro lugar iba a estar bien. Y yo, también. Fui cruel y egoísta, ya sé, pero tan mal no nos fue. Hace más de diez años que duerme en mi cabeza todas las noches. En este departamento, cuando hacía poco que nos habíamos mudado, se cayó al pulmón del edificio. Tuve que pedirle por favor a los vecinos del A que me dejaran pasar para sacarla. Creí que no iba a poder y que el eco de los maullidos me iba a atormentar todos mis sueños.
Salir me va a hacer bien. Porque aunque me haga la influencer del encierro, creo que si no muevo el cuerpo me van a morder los pensamientos. Estos días estuve demasiado sensible a los ruidos de los de arriba. Aunque en el fondo no son los ruidos: es la sensación -o la certeza- de que actúan como si yo no existiera abajo. Para colmo, hace poco se fue el vecino de al lado que tocaba el piano. Unos días antes, sin saber que se iba a ir, abrí la puerta y grabé un pedacito de lo que estaba tocando en una nota de voz. Tocaba a toda hora. Y lo que me gustaba era algo más que las notas: era la insistencia en una única cosa día y noche. Quizás ese sea el único secreto para casi todo. Salgo y veo a la señora de la planta baja parada en la ventana. Le sonrío, pero no me ve. Me olvido que tengo la mitad de la cara tapada. Entonces, se me ocurre que debería caminar hasta Virasoro, cruzar Scalabrini para ver qué de todo aquello sigue en pie.
En una de las esquinas de Armenia levantaron un edificio gigante; todas las demás siguen igual. La verdulería donde compraba a mitad de cuadra sigue abierta, pero la atiende otro hombre. La entrada del pasaje está en ruinas: no más empanadas salteñas ni helados. Los dos negocios están cerrados. Quedamos frente a frente con Virasoro después de seis años. ¿Habrá alguien en mi lugar o no pudo nadie más? Toco el 1 C para saber. Alguien o algo levanta el portero del otro lado y creo que son mis restos, todavía encerrados.
Este texto salió en Dot Parker. Ah, y la banda sonora es Ese asunto de la ventana de Lisandro Aristimuño.